Porque todo lo que hacemos, deja una marca y porque siempre caminamos buscando respuestas ......

Matemática

"Las matemáticas poseen no sólo la verdad, sino cierta belleza suprema. Una belleza fría y austera, como la de una escultura."
Bertrand Russell (1872-1970)



miércoles, 7 de septiembre de 2011

El Amor

En cierto libro de matemática, un cociente se enamoró de una incógnita.
Él (cociente), producto de una familia de importantísimos polinomios.
Ella, una simple incógnita, de mezquina ecuación literal ¡oh! ¡Qué tremenda desigualdad!
Pero como todos saben, el amor no tiene límites y va del más infinito al menos infinito.
Embargado, el cociente la contempló desde el vértice hasta la base, bajo todos los ángulos, agudos y obtusos.
Era linda, una figura impar que se evidenciaba por: mirada romboidal, boca trapezoidal y senos esféricos en un cuerpo cilíndrico de líneas sinusoidales.
¿Quién eres? preguntó el cociente con una mirada radical. Soy la raíz cuadrada de la suma de los cuadrados de los catetos.
Pero puedes llamarme hipotenusa - contestó ella con expresión algebraica de quien ama.
Él hizo de su vida una paralela a la de ella, hasta que se encontraron en el infinito. Y se amaron hasta el cuadrado de la velocidad de la luz, dejando al sabor del momento y de la pasión, rectas y curvas en los jardines de la cuarta dimensión.
Él la amaba y el recíproco era verdadero. Se adoraban con las mismas razones y proporciones en un intervalo abierto de la vida.
Luego de tres cuadrantes, resolvieron casarse.
Trazaron planes para el futuro y todos le desearon felicidad integral. Los padrinos fueron el vector y la bisectriz.
Todo marchaba sobre ejes. El amor crecía en progresión geométrica. Cuando ella estaba en sus coordenadas positivas, concibió un par: al varón, en homenaje al padrino lo bautizaron versor; la niña, una linda abscisa. Ella fue objeto de dos operaciones.
Eran felices, hasta que un día todo se volvió una constante.
Fue así que apareció otro. Sí, otro. El máximo común divisor, un frecuentador de círculos viciosos. Lo mínimo que el máximo ofreció fue de una magnitud absoluta.
Ella se sintió impropia, pero amaba al máximo. Al saber de esta regla de tres, el cociente la llamó fracción ordinaria.
Sintiéndose un denominador común, resolvió aplicar la solución trivial: un punto de discontinuidad en sus vidas. Cuando los dos amantes estaban en coloquio, él, en términos menores y ella
en combinación lineal, llegó el cociente y en un giro sin límites disparó su 45.
Ella pasó al espacio imaginativo y el fue a pasar a un intervalo cerrado, donde la luz solar se veía a través de pequeñas mallas cuadradas.
                                             
                                                                                  Autor anónimo